Tres horas y media antes de que comenzase el año del fin del mundo, en el
aeropuerto de Barajas.
Después de la odisea que ha supuesto llegar hasta Madrid, lo que menos le
apetece en el mundo es ir a pasar el fin de año en casa de sus ruidosos tíos.
Siempre odiará las Navidades y todas las acciones políticamente correctas que
éstas implican. Además, desde hace un par de años, cada Navidad viene cargada
de una mala noticia, por lo que se le hace aún más imposible sonreír en esta
época del año. Odia el frío, y la nariz de reno que se le pone en diciembre.
Odia también los abrigos y el mal humor que nos crece a casi todos después de
que se hayan caído las hojas de los árboles y el verano se haya despedido hasta
el año que viene.
Esta Navidad en concreto no ha sido especialmente deprimente, pero si lleva
varias semanas en Ámsterdam es precisamente porque este año también han
empezado las navidades con una mala noticia. Era cinco de diciembre cuando su
amiga Johana le mandó la carta que recibe mensualmente desde hace ya tres años.
Al ver que ésta llegaba antes de lo normal, él sospechó que algo no iba demasiado
bien, pero quiso pensar que a ella le habría apetecido contarle algo especial,
y que por eso la carta llegaba dos semanas antes de lo previsto. Sin embargo,
en cuanto la abrió y vio que Johana apenas había escrito dos párrafos mal
encuadrados y sin más adorno que una carita sonriente al lado de su nombre, se
temió lo peor. Así no eran las cartas de Johana, algo grave tenía que pasarle
para que su carta no viniera llena de fotos, colorido y marcas de su carmín en
forma de besos. Ni un dibujito, ni una aclaración chistosa: nada. Johana estaba
en apuros, o al menos eso decía su carta a simple vista.
Su intuición no le falló ya que en la carta Johana le contaba que había
tenido un accidente de coche, y que le escribía para decirle que probablemente
no sabría nada de ella en un tiempo. Decía que se sentía muy débil, que apenas
podía hablar por lo que mucho menos escribir, y había sido su hermana la que
había escrito esa carta dictada por ella misma.
Intentaba tranquilizarle diciendo que los médicos no temían por su vida, y
que aunque apenas sentía la parte derecha de su cuerpo, todos los que hablaban
con ella decían que la rehabilitación hacía maravillas.
Aún con todos los esfuerzos de ella por intentar minimizar la gravedad de
la noticia, al instante él sintió esa odiosa sensación que ya le venía
acompañando tres navidades seguidas. Rompió a llorar agobiado imaginando a
aquella muchachita holandesa débil y demacrada con un pijama cubriendo sus
heridas en una fría y triste cama de hospital Era triste la historia, triste la
carta, y sería triste la Navidad una vez más. Él quería muchísimo más a Johana
de lo que jamás le había admitido. Por esa razón, tras leer la carta, la idea
de ir a verla se convirtió en su prioridad más absoluta.
Ni las últimas clases de diciembre antes de los exámenes de después de Navidad, ni las quejas de su madre porque no estaría en casa durante las fiestas, ni siquiera la presión de sus amigos porque el grupo tendría que ensayar antes de los conciertos de fin de año y de primeros de enero, consiguieron pararle los pies. Johana siempre ha sido muy importante para él, y aunque siempre habían tenido que mantener la amistad a distancia, cada carta les acercaba más. Así que, el mismo seis de diciembre estaba embarcando en un avión de low-cost tan sucio, estrecho y descuidado como el que acaba de dejarle en Madrid. Las dos veces retrasado y las dos veces lleno de niños gritones que ponen la cabeza como un bombo.
Los exámenes se podían recuperar y su madre se podía aguantar por una vez sin tener al hijo perfecto que estudia medicina del que presumir con sus vecinas. Y a decir verdad lo del grupo estaba controlado: aunque tenía el concierto en el lago dentro de unas cuatro horas, los cinco músicos que lo integraban estaban tan compenetrados que incluso la improvisación más absoluta les había llevado siempre al éxito. Dicen que "la buena música se hace, si con un don se nace" y todos ellos sabían que el vocalista del grupo podía tomarse el lujo de faltar a los ensayos programados para diciembre porque que saliese bien o menos bien el concierto dependía más del hecho de tener o no ese privilegio.
Ni las últimas clases de diciembre antes de los exámenes de después de Navidad, ni las quejas de su madre porque no estaría en casa durante las fiestas, ni siquiera la presión de sus amigos porque el grupo tendría que ensayar antes de los conciertos de fin de año y de primeros de enero, consiguieron pararle los pies. Johana siempre ha sido muy importante para él, y aunque siempre habían tenido que mantener la amistad a distancia, cada carta les acercaba más. Así que, el mismo seis de diciembre estaba embarcando en un avión de low-cost tan sucio, estrecho y descuidado como el que acaba de dejarle en Madrid. Las dos veces retrasado y las dos veces lleno de niños gritones que ponen la cabeza como un bombo.
Los exámenes se podían recuperar y su madre se podía aguantar por una vez sin tener al hijo perfecto que estudia medicina del que presumir con sus vecinas. Y a decir verdad lo del grupo estaba controlado: aunque tenía el concierto en el lago dentro de unas cuatro horas, los cinco músicos que lo integraban estaban tan compenetrados que incluso la improvisación más absoluta les había llevado siempre al éxito. Dicen que "la buena música se hace, si con un don se nace" y todos ellos sabían que el vocalista del grupo podía tomarse el lujo de faltar a los ensayos programados para diciembre porque que saliese bien o menos bien el concierto dependía más del hecho de tener o no ese privilegio.
*****
Johana quedó estupefacta al ver un inmenso ramo de flores andante que
apareció con una guitarra al hombro entrando por la puerta de su habitación de
hospital. A la madre se le iluminaron los ojos, y dio un grito de júbilo en un
holandés que al músico que iba detrás del ramo le resultó imposible de
entender. Johana juntó todas las fuerzas con las que contaba para dar un grito
de alegría que resonó por toda la planta del hospital.
Descubriéndose la cara, y con una sonrisa arrebatadora, el músico se acercó
a la cama de Johana y le entregó el ramo. Después le hizo un amago de
saludo a la madre de ésta, quien, con cara de felicidad, miraba a los dos
jóvenes desde la incómoda silla de hospital en la que se encontraba. Johana y
él comenzaron a hablar en inglés y la madre desconectó imaginando de que
estarían hablando. A pesar de no entender nada de lo que decían, sabía
perfectamente que su hija prefería estar a solas con el músico español. Así que
se despidió, cogió el abrigo y se fue de la habitación.
Johana quedó encantada con la visita del músico, y aunque le hubiera gustado
que se vieran en otras circunstancias, en cuanto supo que él pretendía quedarse
con ella unas semanas se le dibujó una sonrisa que no se borró en toda la
estancia del músico en Ámsterdam. Él pasó muchas noches con ella, le ayudó en
todo y con todo porque ella apenas podía comer sola. No hablaban mucho porque
ella se cansaba haciéndolo, sobre todo porque tenía que pensar en inglés. Pero
se lo decían todo sin palabras y Johana a menudo le pedía que le tocara esas
canciones que le recordaban tanto a los días que pasaron juntos cuando se
conocieron hacía ya algo más de tres años.
El músico y la pintora se conocieron tres años y medio atrás, cuando ambos
tenían tan sólo diecinueve. El destino quiso que ambos eligieran Canadá como
destino para pasar su primer verano universitario haciendo prácticas en un
campus con la más alta tecnología y las técnicas más punteras e innovadoras de
sus respectivas titulaciones. Por aquel entonces ella había acabado primero de
odontología y se veían en la cafetería cada día ya que él tenía las prácticas
de laboratorio en la facultad de ella.
En el hospital aquellas semanas se habían hecho duras para él al verla tan
debilitada, pero sabía que había hecho bien en dejarlo todo para ir a apoyarla
en esos momentos tan difíciles. Le sobrecogió sentirse tan sumamente impotente
en un hospital, tan consumido por la angustia de ver a su amiga sufriendo
cuando había aprendido a mantener el optimismo en aquellos lugares en los que
la muerte, el sufrimiento y la esperanza conviven con historias de superación.
Ella se recuperaría, y él lo sabía porque Johana siempre había demostrado ser
una chica luchadora y decidida.
El músico volvió a Madrid una vez que Johana demostró mejoría. La muchacha
comenzó a hablar con fluidez justo a tiempo para que el músico pudiera cumplir
con el concierto que había prometido que daría. Ella prometió que en cuanto se
recuperara viajaría a Madrid para verle, y entre lágrimas se despidieron
jurándose que nada podría con su amistad.
********
El día en el que los aviones lleguen a su hora se acabará el mundo. Igual
por eso los Mayas estaban tan empeñados en que el año que viene todo esto
llegará a su fin. No sabrían mucho aquellas civilizaciones de aeropuertos ni de
aerolíneas impuntuales, pero si que hablaban de la llegada del fin del mundo en
este año en el que quizás algún avión consiga despegar y aterrizar a la hora,
para variar. Y es que, una hora de retaso en la ida y cuarenta y cinco minutos
en la vuelta, me parecen suficientes para indignarse.
Son las ocho y media: me da tiempo de sobra a pasarme por el estudio para
coger mi púa de la suerte antes de ir a casa de mis tíos. En una hora estoy en casa,
y aunque esa odiosa cena empezará sobre las diez y aún tengo que trajearme,
está clarísimo que mi madre estará esperándome casi con el traje en la mano
para que vaya perfecto, como a ella le gusta. Me agobia su insistente obsesión
por quedar bien a toda costa, pero ya que llevo todas las fiestas fuera, me
esforzaré por agradarla esta noche.
Me dirijo hacia la cinta transportadora donde una pareja se besuquea
mientras a mí me da por repasar la canción estrella del grupo en la mente.
Tarareo y me viene enseguida la imagen del momento en el que le canté esta
canción a Johana la semana pasada y nuestras miradas se cruzaron cerca, muy
cerca. Su corazón latía deprisa y sus ojos, como siempre, querían atraparme. Su
aliento, harto de aquella cama de hospital, me pedía a gritos que la besara y
la hiciera sentir viva. Y es innegable que yo sentí ganas de hacerlo, aún con
el gotero espiando como nos mirábamos de cerca. Yo seguí cantando perdido en
sus invasores ojos verdes que se acercaban despacito, temblorosos y empañados
por la cantidad de emociones que contenían.
Yo susurré los versos de la canción que ella más me hizo repetir cuando tres años atrás podíamos mirarnos de cerca sin goteros espías y ella hizo ademán de acercarse para luego alejarse un poco brusca. Comprendí entonces que pese a que sentía las mismas ganas que yo no quería que fuera así nuestro momento, y que al darse cuenta de que el gotero nos espiaba, decidió que era mejor alejarse para que la falta de espacio entre uno y otro no nos pasara factura. Y entonces sus ojos bailaron mis últimos versos, y esos besos que los dos habíamos planeado hacía unos segundos, quedaron aplazados para tiempos mejores.
Era la segunda vez que la vida nos hacía aplazar esos besos que ambos deseábamos desde el día en el que nuestras vidas se cruzaron, pero algo tan potente que no perece ni se difumina tras tres años de por medio, una relación epistolar, y otros muchos episodios amorosos en ambas vidas, podía esperar a que el gotero no fuera la carabina pesada que rompe la magia de algo íntimo. Así que me acerqué y le di un beso en la frente. Su cara se iluminó y sus ojos verdes parecían querer decirme: “Siempre recordaré lo que has hecho por mí, y estoy segura de que volveremos a tener una oportunidad”.
Yo susurré los versos de la canción que ella más me hizo repetir cuando tres años atrás podíamos mirarnos de cerca sin goteros espías y ella hizo ademán de acercarse para luego alejarse un poco brusca. Comprendí entonces que pese a que sentía las mismas ganas que yo no quería que fuera así nuestro momento, y que al darse cuenta de que el gotero nos espiaba, decidió que era mejor alejarse para que la falta de espacio entre uno y otro no nos pasara factura. Y entonces sus ojos bailaron mis últimos versos, y esos besos que los dos habíamos planeado hacía unos segundos, quedaron aplazados para tiempos mejores.
Era la segunda vez que la vida nos hacía aplazar esos besos que ambos deseábamos desde el día en el que nuestras vidas se cruzaron, pero algo tan potente que no perece ni se difumina tras tres años de por medio, una relación epistolar, y otros muchos episodios amorosos en ambas vidas, podía esperar a que el gotero no fuera la carabina pesada que rompe la magia de algo íntimo. Así que me acerqué y le di un beso en la frente. Su cara se iluminó y sus ojos verdes parecían querer decirme: “Siempre recordaré lo que has hecho por mí, y estoy segura de que volveremos a tener una oportunidad”.
Y me alegra que sus ojos confíen en que esa oportunidad llegará algún día,
pero lo que no saben es que a partir de ahora, con esta canción sólo les veré a
ellos cerca, muy cerca. Demasiado cerca quizás. Hablándome de tantas cosas con
cada parpadeo. Porque incluso con la cara demacrada, y la mirada triste, los
ojos de Johana hablan. Sí, por increíble que parezca son los suyos ojos que
hablan, ojos que gritan y que quieren ser mirados. Y cuando yo los miro ellos
me atrapan. Están cansados de no poder vivir con plenitud los veintidós, pero
siguen sabiendo atrapar y a mí me atrapan sin ningún tipo de problema. Siempre
lo hicieron.
Cuando estábamos en Canadá y la veía con cara de dormida dándole vueltas a un café, siempre me sentaba en la mesa de enfrente para observarla. Yo solía dedicarme a escribir versos en una servilleta para evitar que ella diera por hecho que yo elegía esa mesa a propósito. O al menos para tener una excusa suficientemente creíble si la situación me llevaba a tener que admitir que me gustaba verla dándole vueltas a un café cada día. Pero ella lo sabía, y cuando hundía sus últimos pensamientos mañaneros en la espuma de un café que humeaba, miraba hacia arriba buscando al músico despeinado de la mesa de enfrente. Una vez que me veía, siempre llevaba a cabo el mismo plan estratégico: Se bebía el café de un trago, se limpiaba la boca con una servilleta y se quedaba mirándome sin ningún tipo de reparo contando cuanto tiempo era yo capaz de esperar antes de subir la mirada buscando esos ojos que me hipnotizaban. Yo presenciaba esa escena mirándola con el rabillo del ojo hasta que no podía más y sentía la necesidad de rendirme a su penetrante mirar. Normalmente yo tardaba entre diez y veinte segundos en rendirme: lo justo para que ella tragara el café y dibujara una sonrisa como guarnición de esas dos luces verdes que tan aditivo me resultaba mirar.
Aún sigo preguntándome cómo es posible que no se abrasara la lengua
bebiéndose el café de sopetón. Aunque quizás el secreto para mantener esa
entereza y esa seguridad era que independientemente de todo lo demás sabía que
contaba con el poder de su mirada. Y es que, siempre ha sido la suya una mirada
de esas que te encogen por dentro: un par de ojos que parecen llenar ellos
solos una habitación, verdes como sólo los ojos de Johana pueden serlo. Una
mirada infinita que me inspiraba entonces con tan sólo mirarla unos instantes,
y que me inspira ahora con tan sólo recordarla en aquellos tiempos.
Y en esos primeros días de julio en los que conocí antes a ese par de ojos
verdes que a su dueña, Johana no estaba dispuesta a dejar de mirarme ni un sólo
momento: quería atraparme con esa red que lanzaban sus ojos a los míos
obligándome a perderme en ellos. Nunca más me he encontrado con unos ojos tan
sumamente espectaculares, y aquel día de julio en el que los vi por primera vez
supe que esos ojos formarían parte de alguna de mis canciones en el futuro.
He de reconocer que los primeros días me veía tan intimidado por esa mirada
clavada en mí, que en cuanto subía la cabeza y me topaba con esos grandes ojos
verde manzana, la bajaba avergonzado. Pero independientemente de mi reacción,
Johana siempre permanecía perforándome desafiante sin descanso hasta que sonaba
el timbre que indicaba que comenzaban las clases y cada uno seguía su camino.
No obstante, en seguida aprendí que lo que ella me proponía cada día en la
cafetería era leernos los ojos entre café y tostadas para regalarme una sonrisa
cada vez que sonaba el timbre y cada uno se iba de la cafetería a afrontar el
día.
Estuvimos varios días
repitiendo aquel jueguecito de miradas en el que, por unos instantes, parecía
que se detenía el tiempo. Eran miradas desafiantes, intensas, con sonrisas
intercaladas y, alguna que otra mañana, trozos de pan con mermelada. Me
encantaba encontrármela siempre sentada en la misma mesa, siempre aparentemente
distraída, siempre realmente despeinada. Y terminé por adorar también aquellas
incómodas sillas, aquel olor a tostadas quemadas y ese nefasto café de máquina
que a ella tanto le gustaba remover. Con el paso de los días, me fui
aficionando a aquella estampa que alegraba mi mañana y me inspiraba a componer.
Porque a decir verdad, una vez que ella se despedía con una mirada ligeramente
menos agresiva, yo ya estaba esperando ansioso entrar en la cafetería al día
siguiente y encontrármela con su centrifugado diario del café.
Mañana tras mañana degustábamos esos diez minutos antes de las clases retándonos, luchando mano a mano, mirada a mirada. Y algunos días yo sentía tentaciones de levantarme, sentarme a su lado, y presentarme. Sin embargo, siempre optaba por quedarme disfrutando de esas deliciosas guerras de miradas que me permitían ver ese par de inmensos ojos verdes sin excusas ni explicaciones.
Mañana tras mañana degustábamos esos diez minutos antes de las clases retándonos, luchando mano a mano, mirada a mirada. Y algunos días yo sentía tentaciones de levantarme, sentarme a su lado, y presentarme. Sin embargo, siempre optaba por quedarme disfrutando de esas deliciosas guerras de miradas que me permitían ver ese par de inmensos ojos verdes sin excusas ni explicaciones.
En definitiva así transcurrieron las dos primeras semanas de mi estancia en
Ottawa en el verano de hace tres años: entre experimentos en las clases de
medicina y los ojos de Johana y su campo de atracción.
No tenía ni idea de quien era la muchacha de los ojos verdes: no sabía su
nombre, ni su procedencia, ni siquiera había oído su voz. Pero sí que sabía que
mis mañanas la necesitaban a ella y que antes de volver a Madrid tendría que
echarle huevos y atreverme a presentarme. Algún día lo haría, tenía que
hacerlo.
Perdido en el regusto de aquel julio en el que aún Johana era un completo
enigma para mí, cojo mi maleta que lleva dando vueltas un buen rato en la
cinta. Cargo la guitarra al hombro y me dispongo a salir. Estoy molido: no
tengo cuerpo para conciertos ni para fiestas que acaban a las tantas. Algo
tendré que hacer para animarme si quiero darlo todo esta noche porque aún me
queda una cena espantosa, una hora y algo de coche hasta el lago, y un
concierto.
Odio los planes, siempre he sido más de hacer lo que me pide el cuerpo
porque no veo lógico estar sufriendo estúpidamente. Odio esas reglas que
alguien ha impuesto para todos, y esos tópicos que nos encasillan. Odio que la
gente mayor me respete más al escuchar que voy a ser médico que al enterarse de
que mi vida es la música, aunque en realidad soy un alma libre que ve en la
medicina una manera de ayudar a las personas. Odio de la misma manera que la
gente de mi edad me meta en el saco de los cerebritos hasta que me ven de
fiesta desfasando como el que más. Y odio que la gente actúe por lo que es
políticamente correcto antes que por lo que si no haces te arrepentirás el resto
de tu vida: habría sido correcto pasar las navidades en Madrid, pero estar con
Johana cuando más lo necesitaba es una experiencia que quizás no se repita y es
ahí donde se ve la calidad humana de las personas a mi juicio. No quiero
echarme flores en absoluto, pero no sé qué clase de médico puede aspirar a ser
alguien que se agobia más por la nota de un parcial de anatomía que por la
salud de una amiga querida. Tampoco sé qué clase de artista prefiere ensayar
encerrado eternamente su técnica antes que salir al mundo a empaparse de todas
las experiencias que mantienen viva la inspiración. Así que me alegro de haber
estado con Johana, porque la chiquilla de los ojos verdes me necesitaba y no
era momento de rajarse.
A pesar de que mi familia esté en contra, si algo he aprendido a base de guantazos por suponer que la gente es honesta, fiel y transparente, es que: antes de quedar bien con algunos trepas que te rodean y no hacen más que tratar de hundirte por envidia tienes que quedar bien contigo mismo. Ayudar a los demás es esencial para sentirse lleno, pero no hay que hacerlo para que otros te valoren por lo bueno que eres, sino porque realmente quieres hacerlo.
A pesar de que mi familia esté en contra, si algo he aprendido a base de guantazos por suponer que la gente es honesta, fiel y transparente, es que: antes de quedar bien con algunos trepas que te rodean y no hacen más que tratar de hundirte por envidia tienes que quedar bien contigo mismo. Ayudar a los demás es esencial para sentirse lleno, pero no hay que hacerlo para que otros te valoren por lo bueno que eres, sino porque realmente quieres hacerlo.
Salgo a la calle y Madrid huele a humo y a chocolate con churros. Mis
tripas rugen y ese olor me trae recuerdos de noches de fiesta veraniegas en las
que con la cogorza a cuestas te da por desayunar ese dúo que va necesariamente
ligado y que tan bien sienta a horas tan intempestivas. Me apetecen mucho
churros madrileños, si supiera de donde viene ese olor me gastaría las últimas
reservas de mi presupuesto para Ámsterdam en un buen vaso de chocolate bien
caliente. Sería lo perfecto para recobrar la temperatura, porque aunque el frío
de la capital me sepa a poco después de las gélidas calles holandesas que me
hacían tiritar tan solo viéndolas desde el ventanal de la habitación de Johana,
mi nariz vuelve a ponerse roja como la de un reno con el viento que enfurecido
sopla en el asfalto de Madrid. Meto la mano en el bolsillo para comprobar cuánto
dinero me queda exactamente: treinta y tres euros son la parte de mis ahorros
que conservo tras semanas de ramos de flores, y cafés de máquina que no sabían
a nada agradable ni aun siendo removidos.
Se está haciendo tarde, será mejor que me olvide de los churros con
chocolate y me coja un taxi hasta el estudio. Por culpa de la maldita maleta
facturada ya son más de las nueve. La cola avanza, y cada vez veo más cerca mi
objetivo. Me meto en un taxi distraído: no puede decirse que tengo los cinco
sentidos en la vida real Casi por inercia me sale un saludo en inglés, y el
taxista extrañado se gira y me mira de arriba a abajo.
- Hola chico, ¿a dónde te llevo?
+ Perdone usted, la costumbre ya me sale el inglés. Mire, esta es la dirección- le digo mostrándole el impronunciable nombre de la calle en la que viven mis tíos.
- De acuerdo. Aunque espero que no tengas mucha prisa porque el centro a estas horas debe de estar parado.
+ No se preocupe, si yo con llegar antes de las diez creo que he cumplido como hijo.
El taxista se ríe y arranca. Acto seguido me arrepiento bastante de haber hecho ese comentario porque parece que ha interpretado que tengo ganas de cháchara y no deja de preguntarme y contarme cosas hasta que no llegamos a la mismísima puerta de mi destino.
Son las diez menos veinte, tampoco ha sido para tanto. Le echo la culpa al retraso del avión y listo. ¡Oh, mierda, se me ha olvidado pasar por el estudio!¡Y por mi casa! ¡Mi madre me mata! Pero cualquiera se mete otra vez en el taxi...Si es que en el fondo yo lo entiendo: se aburrirán mucho y en cuanto ven a alguien simpático o simplemente desprevenido no dudan un ápice en darle conversación.
El buen hombre me hace un gesto de despedida y yo consigo al fin llegar a mi primer destino de esta noche aunque sin traje ni púa de la suerte.
- Hola chico, ¿a dónde te llevo?
+ Perdone usted, la costumbre ya me sale el inglés. Mire, esta es la dirección- le digo mostrándole el impronunciable nombre de la calle en la que viven mis tíos.
- De acuerdo. Aunque espero que no tengas mucha prisa porque el centro a estas horas debe de estar parado.
+ No se preocupe, si yo con llegar antes de las diez creo que he cumplido como hijo.
El taxista se ríe y arranca. Acto seguido me arrepiento bastante de haber hecho ese comentario porque parece que ha interpretado que tengo ganas de cháchara y no deja de preguntarme y contarme cosas hasta que no llegamos a la mismísima puerta de mi destino.
Son las diez menos veinte, tampoco ha sido para tanto. Le echo la culpa al retraso del avión y listo. ¡Oh, mierda, se me ha olvidado pasar por el estudio!¡Y por mi casa! ¡Mi madre me mata! Pero cualquiera se mete otra vez en el taxi...Si es que en el fondo yo lo entiendo: se aburrirán mucho y en cuanto ven a alguien simpático o simplemente desprevenido no dudan un ápice en darle conversación.
El buen hombre me hace un gesto de despedida y yo consigo al fin llegar a mi primer destino de esta noche aunque sin traje ni púa de la suerte.
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