Ser único. Ser feliz.

- Eso no es normal

- Lo sé. Pero, ¿quién quiere ser normal?

Johana




Tres horas y media antes de que comenzase el año del fin del mundo, en el aeropuerto de Barajas.


Después de la odisea que ha supuesto llegar hasta Madrid, lo que menos le apetece en el mundo es ir a pasar el fin de año en casa de sus ruidosos tíos. Siempre odiará las Navidades y todas las acciones políticamente correctas que éstas implican. Además, desde hace un par de años, cada Navidad viene cargada de una mala noticia, por lo que se le hace aún más imposible sonreír en esta época del año. Odia el frío, y la nariz de reno que se le pone en diciembre. Odia también los abrigos y el mal humor que nos crece a casi todos después de que se hayan caído las hojas de los árboles y el verano se haya despedido hasta el año que viene.

Esta Navidad en concreto no ha sido especialmente deprimente, pero si lleva varias semanas en Ámsterdam es precisamente porque este año también han empezado las navidades con una mala noticia. Era cinco de diciembre cuando su amiga Johana le mandó la carta que recibe mensualmente desde hace ya tres años. Al ver que ésta llegaba antes de lo normal, él sospechó que algo no iba demasiado bien, pero quiso pensar que a ella le habría apetecido contarle algo especial, y que por eso la carta llegaba dos semanas antes de lo previsto. Sin embargo, en cuanto la abrió y vio que Johana apenas había escrito dos párrafos mal encuadrados y sin más adorno que una carita sonriente al lado de su nombre, se temió lo peor. Así no eran las cartas de Johana, algo grave tenía que pasarle para que su carta no viniera llena de fotos, colorido y marcas de su carmín en forma de besos. Ni un dibujito, ni una aclaración chistosa: nada. Johana estaba en apuros, o al menos eso decía su carta a simple vista.

Su intuición no le falló ya que en la carta Johana le contaba que había tenido un accidente de coche, y que le escribía para decirle que probablemente no sabría nada de ella en un tiempo. Decía que se sentía muy débil, que apenas podía hablar por lo que mucho menos escribir, y había sido su hermana la que había escrito esa carta dictada por ella misma.

Intentaba tranquilizarle diciendo que los médicos no temían por su vida, y que aunque apenas sentía la parte derecha de su cuerpo, todos los que hablaban con ella decían que la rehabilitación hacía maravillas.

Aún con todos los esfuerzos de ella por intentar minimizar la gravedad de la noticia, al instante él sintió esa odiosa sensación que ya le venía acompañando tres navidades seguidas. Rompió a llorar agobiado imaginando a aquella muchachita holandesa débil y demacrada con un pijama cubriendo sus heridas en una fría y triste cama de hospital Era triste la historia, triste la carta, y sería triste la Navidad una vez más. Él quería muchísimo más a Johana de lo que jamás le había admitido. Por esa razón, tras leer la carta, la idea de ir a verla se convirtió en su prioridad más absoluta.
 Ni las últimas clases de diciembre antes de los exámenes de después de Navidad, ni las quejas de su madre porque no estaría en casa durante las fiestas, ni siquiera la presión de sus amigos porque el grupo tendría que ensayar antes de los conciertos de fin de año y de primeros de enero, consiguieron pararle los pies. Johana siempre ha sido muy importante para él, y aunque siempre habían tenido que mantener la amistad a distancia, cada carta les acercaba más. Así que, el mismo seis de diciembre estaba embarcando en un avión de low-cost tan sucio, estrecho y descuidado como el que acaba de dejarle en Madrid. Las dos veces retrasado y las dos veces lleno de niños gritones que ponen la cabeza como un bombo.
 Los exámenes se podían recuperar y su madre se podía aguantar por una vez sin tener al hijo perfecto que estudia medicina del que presumir con sus vecinas.  Y a decir verdad lo del grupo estaba controlado: aunque tenía el concierto en el lago dentro de unas cuatro horas, los cinco músicos que lo integraban estaban tan compenetrados que incluso la improvisación más absoluta les había llevado siempre al éxito.  Dicen que "la buena música se hace, si con un don se nace" y todos ellos sabían  que el vocalista del grupo podía tomarse el lujo de faltar a los ensayos programados para diciembre porque  que saliese bien o menos bien el concierto dependía más del hecho de tener o no ese privilegio.


*****

Johana quedó estupefacta al ver un inmenso ramo de flores andante que apareció con una guitarra al hombro entrando por la puerta de su habitación de hospital. A la madre se le iluminaron los ojos, y dio un grito de júbilo en un holandés que al músico que iba detrás del ramo le resultó imposible de entender. Johana juntó todas las fuerzas con las que contaba para dar un grito de alegría que resonó por toda la planta del hospital.

Descubriéndose la cara, y con una sonrisa arrebatadora, el músico se acercó a la cama de Johana y le entregó el ramo. Después le hizo un amago de saludo a la madre de ésta, quien, con cara de felicidad, miraba a los dos jóvenes desde la incómoda silla de hospital en la que se encontraba. Johana y él comenzaron a hablar en inglés y la madre desconectó imaginando de que estarían hablando. A pesar de no entender nada de lo que decían, sabía perfectamente que su hija prefería estar a solas con el músico español. Así que se despidió, cogió el abrigo y se fue de la habitación.

Johana quedó encantada con la visita del músico, y aunque le hubiera gustado que se vieran en otras circunstancias, en cuanto supo que él pretendía quedarse con ella unas semanas se le dibujó una sonrisa que no se borró en toda la estancia del músico en Ámsterdam. Él pasó muchas noches con ella, le ayudó en todo y con todo porque ella apenas podía comer sola. No hablaban mucho porque ella se cansaba haciéndolo, sobre todo porque tenía que pensar en inglés. Pero se lo decían todo sin palabras y Johana a menudo le pedía que le tocara esas canciones que le recordaban tanto a los días que pasaron juntos cuando se conocieron hacía ya algo más de tres años.

El músico y la pintora se conocieron tres años y medio atrás, cuando ambos tenían tan sólo diecinueve. El destino quiso que ambos eligieran Canadá como destino para pasar su primer verano universitario haciendo prácticas en un campus con la más alta tecnología y las técnicas más punteras e innovadoras de sus respectivas titulaciones. Por aquel entonces ella había acabado primero de odontología y se veían en la cafetería cada día ya que él tenía las prácticas de laboratorio en la facultad de ella.



En el hospital aquellas semanas se habían hecho duras para él al verla tan debilitada, pero sabía que había hecho bien en dejarlo todo para ir a apoyarla en esos momentos tan difíciles. Le sobrecogió sentirse tan sumamente impotente en un hospital, tan consumido por la angustia de ver a su amiga sufriendo cuando había aprendido a mantener el optimismo en aquellos lugares en los que la muerte, el sufrimiento y la esperanza conviven con historias de superación. Ella se recuperaría, y él lo sabía porque Johana siempre había demostrado ser una chica luchadora y decidida.

El músico volvió a Madrid una vez que Johana demostró mejoría. La muchacha comenzó a hablar con fluidez justo a tiempo para que el músico pudiera cumplir con el concierto que había prometido que daría. Ella prometió que en cuanto se recuperara viajaría a Madrid para verle, y entre lágrimas se despidieron jurándose que nada podría con su amistad.





********





El día en el que los aviones lleguen a su hora se acabará el mundo. Igual por eso los Mayas estaban tan empeñados en que el año que viene todo esto llegará a su fin. No sabrían mucho aquellas civilizaciones de aeropuertos ni de aerolíneas impuntuales, pero si que hablaban de la llegada del fin del mundo en este año en el que quizás algún avión consiga despegar y aterrizar a la hora, para variar. Y es que, una hora de retaso en la ida y cuarenta y cinco minutos en la vuelta, me parecen suficientes para indignarse.

Son las ocho y media: me da tiempo de sobra a pasarme por el estudio para coger mi púa de la suerte antes de ir a casa de mis tíos. En una hora estoy en casa, y aunque esa odiosa cena empezará sobre las diez y aún tengo que trajearme, está clarísimo que mi madre estará esperándome casi con el traje en la mano para que vaya perfecto, como a ella le gusta. Me agobia su insistente obsesión por quedar bien a toda costa, pero ya que llevo todas las fiestas fuera, me esforzaré por agradarla esta noche.



Me dirijo hacia la cinta transportadora donde una pareja se besuquea mientras a mí me da por repasar la canción estrella del grupo en la mente. Tarareo y me viene enseguida la imagen del momento en el que le canté esta canción a Johana la semana pasada y nuestras miradas se cruzaron cerca, muy cerca. Su corazón latía deprisa y sus ojos, como siempre, querían atraparme. Su aliento, harto de aquella cama de hospital, me pedía a gritos que la besara y la hiciera sentir viva. Y es innegable que yo sentí ganas de hacerlo, aún con el gotero espiando como nos mirábamos de cerca. Yo seguí cantando perdido en sus invasores ojos verdes que se acercaban despacito, temblorosos y empañados por la cantidad de emociones que contenían. 
Yo susurré los versos de la canción que ella más me hizo repetir cuando tres años atrás podíamos mirarnos de cerca sin goteros espías y ella hizo ademán de acercarse para luego alejarse un poco brusca. Comprendí entonces que pese a que sentía las mismas ganas que yo no quería que fuera así nuestro momento, y que al darse cuenta de que el gotero nos espiaba, decidió que era mejor alejarse para que la falta de espacio entre uno y otro no nos pasara factura. Y entonces sus ojos bailaron mis últimos versos, y esos besos que los dos habíamos planeado hacía unos segundos, quedaron aplazados para tiempos mejores.
Era la segunda vez que la vida nos hacía aplazar esos besos que ambos deseábamos desde el día en el que nuestras vidas se cruzaron, pero algo tan potente que no perece ni se difumina tras tres años de por medio, una relación epistolar, y otros muchos episodios amorosos en ambas vidas, podía esperar a que el gotero no fuera la carabina pesada que rompe la magia de algo íntimo. Así que me acerqué y le di un beso en la frente. Su cara se iluminó y sus ojos verdes parecían querer decirme: “Siempre recordaré lo que has hecho por mí, y estoy segura de que volveremos a tener una oportunidad”.



Y me alegra que sus ojos confíen en que esa oportunidad llegará algún día, pero lo que no saben es que a partir de ahora, con esta canción sólo les veré a ellos cerca, muy cerca. Demasiado cerca quizás. Hablándome de tantas cosas con cada parpadeo. Porque incluso con la cara demacrada, y la mirada triste, los ojos de Johana hablan. Sí, por increíble que parezca son los suyos ojos que hablan, ojos que gritan y que quieren ser mirados. Y cuando yo los miro ellos me atrapan. Están cansados de no poder vivir con plenitud los veintidós, pero siguen sabiendo atrapar y a mí me atrapan sin ningún tipo de problema. Siempre lo hicieron.




Cuando estábamos en Canadá y la veía con cara de dormida dándole vueltas a un café, siempre me sentaba en la mesa de enfrente para observarla. Yo solía dedicarme a escribir versos en una servilleta para evitar que ella diera por hecho que yo elegía esa mesa a propósito. O al menos para tener una excusa suficientemente creíble si la situación me llevaba a tener que admitir que me gustaba verla dándole vueltas a un café cada día. Pero ella lo sabía, y cuando hundía sus últimos pensamientos mañaneros en la espuma de un café que humeaba, miraba hacia arriba buscando al músico despeinado de la mesa de enfrente. Una vez que me veía, siempre llevaba a cabo el mismo plan estratégico: Se bebía el café de un trago, se limpiaba la boca con una servilleta y se quedaba mirándome sin ningún tipo de reparo contando cuanto tiempo era yo capaz de esperar antes de subir la mirada buscando esos ojos que me hipnotizaban. Yo presenciaba esa escena mirándola con el rabillo del ojo hasta que no podía más y sentía la necesidad de rendirme a su penetrante mirar. Normalmente yo tardaba entre diez y veinte segundos en rendirme: lo justo para que ella tragara el café y dibujara una sonrisa como guarnición de esas dos luces verdes que tan aditivo me resultaba mirar.



Aún sigo preguntándome cómo es posible que no se abrasara la lengua bebiéndose el café de sopetón. Aunque quizás el secreto para mantener esa entereza y esa seguridad era que independientemente de todo lo demás sabía que contaba con el poder de su mirada. Y es que, siempre ha sido la suya una mirada de esas que te encogen por dentro: un par de ojos que parecen llenar ellos solos una habitación, verdes como sólo los ojos de Johana pueden serlo. Una mirada infinita que me inspiraba entonces con tan sólo mirarla unos instantes, y que me inspira ahora con tan sólo recordarla en aquellos tiempos.

Y en esos primeros días de julio en los que conocí antes a ese par de ojos verdes que a su dueña, Johana no estaba dispuesta a dejar de mirarme ni un sólo momento: quería atraparme con esa red que lanzaban sus ojos a los míos obligándome a perderme en ellos. Nunca más me he encontrado con unos ojos tan sumamente espectaculares, y aquel día de julio en el que los vi por primera vez supe que esos ojos formarían parte de alguna de mis canciones en el futuro.


He de reconocer que los primeros días me veía tan intimidado por esa mirada clavada en mí, que en cuanto subía la cabeza y me topaba con esos grandes ojos verde manzana, la bajaba avergonzado. Pero independientemente de mi reacción, Johana siempre permanecía perforándome desafiante sin descanso hasta que sonaba el timbre que indicaba que comenzaban las clases y cada uno seguía su camino. No obstante, en seguida aprendí que lo que ella me proponía cada día en la cafetería era leernos los ojos entre café y tostadas para regalarme una sonrisa cada vez que sonaba el timbre y cada uno se iba de la cafetería a afrontar el día.



Estuvimos varios días repitiendo aquel jueguecito de miradas en el que, por unos instantes, parecía que se detenía el tiempo. Eran miradas desafiantes, intensas, con sonrisas intercaladas y, alguna que otra mañana, trozos de pan con mermelada. Me encantaba encontrármela siempre sentada en la misma mesa, siempre aparentemente distraída, siempre realmente despeinada. Y terminé por adorar también aquellas incómodas sillas, aquel olor a tostadas quemadas y ese nefasto café de máquina que a ella tanto le gustaba remover. Con el paso de los días, me fui aficionando a aquella estampa que alegraba mi mañana y me inspiraba a componer. Porque a decir verdad, una vez que ella se despedía con una mirada ligeramente menos agresiva, yo ya estaba esperando ansioso entrar en la cafetería al día siguiente y encontrármela con su centrifugado diario del café. 
Mañana tras mañana degustábamos esos diez minutos antes de las clases retándonos, luchando mano a mano, mirada a mirada. Y algunos días yo sentía tentaciones de levantarme, sentarme a su lado, y presentarme. Sin embargo, siempre optaba por quedarme disfrutando de esas deliciosas guerras de miradas que me permitían ver ese par de inmensos ojos verdes sin excusas ni explicaciones.

En definitiva así transcurrieron las dos primeras semanas de mi estancia en Ottawa en el verano de hace tres años: entre experimentos en las clases de medicina y los ojos de Johana y su campo de atracción.

No tenía ni idea de quien era la muchacha de los ojos verdes: no sabía su nombre, ni su procedencia, ni siquiera había oído su voz. Pero sí que sabía que mis mañanas la necesitaban a ella y que antes de volver a Madrid tendría que echarle huevos y atreverme a presentarme. Algún día lo haría, tenía que hacerlo.



Perdido en el regusto de aquel julio en el que aún Johana era un completo enigma para mí, cojo mi maleta que lleva dando vueltas un buen rato en la cinta. Cargo la guitarra al hombro y me dispongo a salir. Estoy molido: no tengo cuerpo para conciertos ni para fiestas que acaban a las tantas. Algo tendré que hacer para animarme si quiero darlo todo esta noche porque aún me queda una cena espantosa, una hora y algo de coche hasta el lago, y un concierto.

Odio los planes, siempre he sido más de hacer lo que me pide el cuerpo porque no veo lógico estar sufriendo estúpidamente. Odio esas reglas que alguien ha impuesto para todos, y esos tópicos que nos encasillan. Odio que la gente mayor me respete más al escuchar que voy a ser médico que al enterarse de que mi vida es la música, aunque en realidad soy un alma libre que ve en la medicina una manera de ayudar a las personas. Odio de la misma manera que la gente de mi edad me meta en el saco de los cerebritos hasta que me ven de fiesta desfasando como el que más. Y odio que la gente actúe por lo que es políticamente correcto antes que por lo que si no haces te arrepentirás el resto de tu vida: habría sido correcto pasar las navidades en Madrid, pero estar con Johana cuando más lo necesitaba es una experiencia que quizás no se repita y es ahí donde se ve la calidad humana de las personas a mi juicio. No quiero echarme flores en absoluto, pero no sé qué clase de médico puede aspirar a ser alguien que se agobia más por la nota de un parcial de anatomía que por la salud de una amiga querida. Tampoco sé qué clase de artista prefiere ensayar encerrado eternamente su técnica antes que salir al mundo a empaparse de todas las experiencias que mantienen viva la inspiración. Así que me alegro de haber estado con Johana, porque la chiquilla de los ojos verdes me necesitaba y no era momento de rajarse. 
A pesar de que mi familia esté en contra, si algo he aprendido a base de guantazos por suponer que la gente es honesta, fiel y transparente, es que: antes de quedar bien con algunos trepas que te rodean y no hacen más que tratar de hundirte por envidia tienes que quedar bien contigo mismo. Ayudar a los demás es esencial para sentirse lleno, pero no hay que hacerlo para que otros te valoren por lo bueno que eres, sino porque realmente quieres hacerlo.



Salgo a la calle y Madrid huele a humo y a chocolate con churros. Mis tripas rugen y ese olor me trae recuerdos de noches de fiesta veraniegas en las que con la cogorza a cuestas te da por desayunar ese dúo que va necesariamente ligado y que tan bien sienta a horas tan intempestivas. Me apetecen mucho churros madrileños, si supiera de donde viene ese olor me gastaría las últimas reservas de mi presupuesto para Ámsterdam en un buen vaso de chocolate bien caliente. Sería lo perfecto para recobrar la temperatura, porque aunque el frío de la capital me sepa a poco después de las gélidas calles holandesas que me hacían tiritar tan solo viéndolas desde el ventanal de la habitación de Johana, mi nariz vuelve a ponerse roja como la de un reno con el viento que enfurecido sopla en el asfalto de Madrid. Meto la mano en el bolsillo para comprobar cuánto dinero me queda exactamente: treinta y tres euros son la parte de mis ahorros que conservo tras semanas de ramos de flores, y cafés de máquina que no sabían a nada agradable ni aun siendo removidos.




Se está haciendo tarde, será mejor que me olvide de los churros con chocolate y me coja un taxi hasta el estudio. Por culpa de la maldita maleta facturada ya son más de las nueve. La cola avanza, y cada vez veo más cerca mi objetivo. Me meto en un taxi distraído: no puede decirse que tengo los cinco sentidos en la vida real Casi por inercia me sale un saludo en inglés, y el taxista extrañado se gira y me mira de arriba a abajo. 

- Hola chico, ¿a dónde te llevo?
+ Perdone usted, la costumbre ya me sale el inglés. Mire, esta es la dirección- le digo mostrándole el impronunciable nombre de la calle en la que viven mis tíos.
- De acuerdo. Aunque espero que no tengas mucha prisa porque el centro a estas horas debe de estar parado.
+ No se preocupe, si yo con llegar antes de las diez creo que he cumplido como hijo.

El taxista se ríe y arranca. Acto seguido me arrepiento bastante de haber hecho ese comentario porque parece que ha interpretado que tengo ganas de cháchara y no deja de preguntarme y contarme cosas hasta que no llegamos a la mismísima puerta de mi destino. 
Son las diez menos veinte, tampoco ha sido para tanto. Le echo la culpa al retraso del avión y listo. ¡Oh, mierda, se me ha olvidado pasar por el estudio!¡Y por mi casa! ¡Mi madre me mata! Pero cualquiera se mete otra vez en el taxi...Si es que en el fondo yo lo entiendo: se aburrirán mucho y en cuanto ven a alguien simpático o simplemente desprevenido no dudan un ápice en darle conversación.
El buen hombre me hace un gesto de despedida y yo consigo al fin llegar a mi primer destino de esta noche aunque sin traje ni púa de la suerte.

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